EDITORIAL
En
nuestro país los fines de ciclos políticos suelen ser turbulentos. Así ha
venido sucediendo desde hace décadas, en un proceso en el que tienden a
coincidir el agotamiento del modelo de acumulación capitalista, dependiente y
extranjerizado, las crisis de divisas, el debilitamiento de los gobiernos de
turno, la pérdida de mecanismos de control y un creciente malestar y
conflictividad social. Estos procesos se agudizan en tanto las cuestionadas
gerencias salientes no pueden imponer sucesores que les garanticen continuidad
e impunidad y gobiernan, ese último y traumático período, en medio de la
tempestad y acechados por los enemigos que supieron conseguir y por los
problemas que no pudieron resolver. Hasta ahí, lo que estamos presenciando con
el kirchnerismo no parece muy diferente a lo que le sucedió a Alfonsín y a
Menem, así como no parece muy distinta la enorme orfandad popular que los
atraviesa. Sin embargo, en éste ocaso de quienes se creyeron "dioses" hay una particularidad que
surge de su propia esencia. El kirchnerismo representó el último gran asalto al
poder y a las posiciones del gran capital ejecutado desde un sector de la
pequeño burguesía con un infinito amor por el poder y el dinero y una ambición
correspondiente, así como una falta de escrúpulos sin par. Claro que, como
asalto, se quedó nadas más que en la retórica y en las medidas homeopáticas de "inclusión social" y, dados sus
límites de clase, termino siendo un costoso peaje impuesto a los poderes
concentrados a cambio de asegurarles la gobernabilidad y el reinicio de un
nuevo ciclo de acumulación capitalista sobre los hombros del pueblo. Y, visto
el estado de zozobra en el que se encontraba el régimen capitalista después de
la crisis del 2001 y la destrucción del bipartidismo sucesor de la dictadura,
no le costó demasiado al kirchnerismo imponer sus condiciones para el salvataje
del régimen. Lo cierto es que mientras la gran burguesía y sus sectores más
vinculados al capitalismo internacional y su nueva división del trabajo, hacían
los mejores negocios de sus últimas décadas, mientras los patrones aprovechaban
salarios de hambre logrados por una feroz devaluación que ni la dictadura se
atrevió a hacer, debían resignarse a aceptar que el kirchnerismo armara su
propia "burguesía nacional",
una parodia integrada por lúmpenes, arribistas y amigos del poder con hambre
atrasado, que saquearon cuanto fondo público encontraron a su paso. Y, también
debieron aceptar, que se creara una vasta lista de organizaciones parasitarias
del aparato estatal, beneficiadas con subsidios, planes sociales, créditos,
estímulos de todo tipo y, sobre todo en la última etapa, miles de empleados
públicos-militantes rentados, enquistados en cuanto organismo público pudiesen
colonizar.
EL FIN ES SEGURO, PERO EL FINAL ESTA
ABIERTO
La
particularidad del kirchnerismo, entonces, radica en ése fenómeno social
artificialmente creado, nucleado esencialmente alrededor de La Cámpora (una
especie de sindicato de empleados públicos jerárquicos), de "organizaciones
sociales" (que son , en realidad, sociedades comerciales) y de asociaciones
empresariales fantasmales (como las que hicieron la tristemente célebre gira
por Angola), que carecen de representatividad política alguna pero que disponen
de suficientes recursos, aún en la agonía, como para amenazar la escasa
estabilidad política y económica. Esta fracción ultra minoritaria del
oficialismo que , de hecho, excluye al pejotismo aliado y a los burócratas
oficialistas- se ha arropado, como nunca en todos estos años, de un discurso
contra la misma patria financiera a la que le permitió seguir gozando de la ley
de entidades financieras de la dictadura mediante la cual obtuvieron ganancias
siderales. Lo mismo puede decirse de su alegato contra los mismos fondos
buitres con los que transó todos estos años y así podríamos seguir desmontando toda
la larga serie de acusaciones y diatribas contra quienes siguen siendo, en los
hechos contantes y sonantes, sus socios y mandantes. Claro que, para la mínima
fracción gubernamental, para la pandilla "empresaria" amiga, para los "militantes" rentados en buenos sueldos, esos discursos vacíos,
enemigos de la realidad, equivalen a proclamas con las que se arropan y
encierran para enfrentar el duro camino del exilio, del desalojo inevitable y
del desdén de las mayorías populares. Y les sirve, sobre todo, como
justificación para perpetrar el último saqueo a las finanzas del pueblo,
imprescindible botín para hacer realidad la máxima consigna que les legara su
fundador, Néstor Kirchner, quien, mientras desalojaba y ejecutaba a humildes
hipotecados, les decía a sus amigos que lo hacía "porque sin plata no se puede hacer política".
Y, como buenos alumnos, para asegurar los
recursos no vacilan en ejecutar, también ellos, el hambre y los tarifazos, la
inflación y el desempleo, el "rodrigazo" en cuotas. El círculo se cierra,
las mieles se acaban y hay que libar ahora todo lo que se pueda porque el
invierno puede ser largo y, quien sabe, definitivo. Esa es la síntesis y la
verdad de todas las proclamas y los discursos incendiarios, una cortina de humo
para encubrir una retirada sin honra. El problema, además, es que deberán
atravesar meses de fuego, por primera vez en su historia, con todo el régimen
en la oposición, con una economía en recesión, sin soluciones a la crisis de
divisas y con un creciente malestar social contra el que no sirven ninguno de
sus aparatos. Lo que pretendía ser una ordenada transición hacia un gobierno de
normalidad burguesa se está transformando en una pesadilla para el régimen y un
azote feroz para el bolsillo del pueblo oprimido. Es muy difícil que, con
tantos frentes abiertos, con tantos enemigos acumulados, con tanto desamparo
popular, la camarilla en el poder pueda llegar indemne a diciembre del 2015. El
fin es seguro, pero el final es abierto.
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